En pocas semanas se cumplirá el aniversario del inicio de la eurocrisis, cuando Grecia tuvo que ser rescatada en mayo de 2010. En estos años, el debate ha transitado fases diversas, aunque con rasgos siempre idénticos: el sur demandando solidaridad (eurobonos, fondos de intervención o compras de deuda por el BCE) y el centro y el norte exigiendo reformas. Esta asimetría refleja distintos diagnósticos e intereses.

Alemania sitúa los problemas de la periferia en la deuda (pública o privada) y en su crónica falta de competitividad, que se traduce en crecientes déficits por cuenta corriente, financiados por el exterior. En esta narrativa, en el principio es la falta de competitividad la que explica el rápido aumento de la deuda y sólo es posteriormente cuando su acumulación retroalimenta el proceso. La confianza de los mercados prestamistas es el nexo que une ambos problemas: si hay reformas que elevan el crecimiento futuro, se reducen las primas de riesgo, disminuye la fragmentación del mercado de capitales europeo y se asegura la refinanciación exterior, que no es una necesidad menor. Por ejemplo, España precisa del orden de 300.000 millones/euros/año sólo para refinanciar una deuda bruta externa de 2,3 billones. Por ello, la receta es clara: hay que poner todo el acento en la competitividad. Ello explica la utilización de los problemas del sur como palanca para vencer la resistencia de grupos que dificultan las reformas estructurales. En suma, una dura condicionalidad germana: sin reformas no hay ayuda, ese ha sido el mantra de Merkel desde mayo de 2010. Y lo continúa siendo.

Desde el sur, Francia comprendida, el diagnóstico es distinto. Se argumenta que el origen de los males que padecemos deriva del exceso de austeridad. Poco se habla, en este discurso, de las necesidades de reforma. Por ejemplo, del enorme fraude fiscal griego (unos 30.000 millones de euros/año) o español (50.000 millones). O de la competitividad exterior. O de la falta de competencia en mercados, como el energético.

El caso de España es paradigmático. En mayo de 2010, con la prima de riesgo escalando desde los 70 puntos básicos de marzo a los 180 de mayo, Zapatero modificó su política fiscal y complementó este cambio con unas primeras reformas (pensiones, reforma laboral y financiera). Ello propició un mantenimiento de las primas de riesgo en el entorno de los 175 puntos hasta verano de 2011. Pero entonces entró en escena Berlusconi. Sus oposición a las pretensiones reformistas europeas condujo a la catástrofe: a partir de junio las primas de riesgo italiana y española iniciaron un ascenso que parecía conducir a los dos países fuera de la UEM, con la de España situada, a principios de noviembre, en el entorno de los 460 puntos básicos.

La sangría exterior que ello produjo (desde julio de 2011 a septiembre de 2012 abandonaron España unos 350.000 millones de euros) resume el colapso de la confianza sobre nuestro futuro y significó el inicio de la doble recesión en la que todavía nos encontramos. En los tres primeros trimestres de 2011 estábamos ya saliendo de la crisis, con un avance interanual del PIB cercano al +0,9% y una substancial reducción de la contracción anual del empleo (desde el -6,2% del cuarto trimestre de 2009 al -0,9% del segundo de 2011). A partir de julio, el hundimiento de la confianza arrastró la economía, con una marcada acentuación de la destrucción del empleo (de aquel -0,9% al -4,7% de julio-septiembre de 2012) y el PIB siguiendo el mismo perfil. Y no sólo en España. Hay que recordar ahora que Alemania pasó de un crecimiento anual del PIB superior al 4% entre enero y junio de 2011 a su contracción en el último trimestre de ese año. Y difícilmente puede atribuirse su caída, o la de Francia, a los excesos del rigor fiscal en ambos países. Fue la posibilidad real de ruptura del euro lo que condujo a la recesión.

La política alemana de ayuda condicional se plasmó, finalmente, en el compact fiscal de diciembre de 2011. Tras su aceptación, el BCE levantó las compuertas, e inyectó 1 billón de euros a tres años a un tipo del 1%, del que la banca española absorbió más del 40%, consiguiendo con ello una marcada reducción en las primas de riesgo. Y en estas llegó Rajoy, que se confundió con las razones de la moderación de los tipos de interés, lo que le condujo a frenar el proceso de reformas (con la excepción de la laboral) y el ritmo de reducción del déficit público. La respuesta fue clara: la prima de riesgo se elevó brutalmente desde los 313 puntos básicos del 19 de marzo de 2012 a los 550 del 3 de septiembre. Y, frente a ella, no le quedó más remedio que solicitar el rescate bancario y efectuar un radical giro a su política fiscal. La creación del MEDE, la Unión Bancaria y, en especial, la intervención del BCE recondujeron la situación. Pero el mal ya estaba hecho: entre julio de 2011 y diciembre de 2012 se han destruido 1,3 millones de empleos, un tercio del total perdido en la crisis. Ahora, otra vez Berlusconi, con el apoyo de los griullistas, ha vuelto a poner Italia al pie de los caballos, aunque los deberes hechos nos sitúan en una posición más sólida.

El proceso ha seguido siempre el mismo esquema: resistencia a implementar reformas, que jamás son populares; inacción europea; escalada del riesgo; final aceptación de los cambios demandados e intervención de Alemania (a través del MEDE, de la Unión Bancaria o del BCE) para rebajar la fiebre. Frente a esta dureza germana muchos postulan retrasar las reformas o, incluso, la salida del euro. ¡Dios mío, no! Hay que abandonar para siempre y por duro que sea, un modelo que ha generado por tres veces en los últimos 30 años, tasas de paro superiores al 22% (1985, 1995 o ahora), algo jamás visto en otro país avanzado. Hay que conjurarse para que jamás regresemos al pasado. Hay que continuar en el camino del euro. Si no por nosotros, hay que hacerlo por nuestros hijos y nietos. Se lo debemos.

 

Publicado en La Vanguardia 3/03/13