El debate sobre las pensiones se ha reactivado desde que el sistema ha comenzado a mostrar números rojos. Su precaria situación refleja la brusca, y profunda, caída de la afiliación, de forma que las cotizaciones no son ya suficientes para financiar el gasto. Pero junto a estas acuciantes necesidades inmediatas, las más preocupantes son las de largo plazo, las que apuntan a la sostenibilidad futura del sistema público de reparto.
Y ahí la demografía es horrenda. Según las últimas previsiones 2012-2052 del INE, a partir de 2020 se acentúa el deterioro demográfico actual y, desde 2040, no parece posible mantener el actual modelo, sea cual fuere el aumento de la productividad o de las tasas de participación en el mercado de trabajo.
Recordemos lo substantivo de las previsiones del INE. Entre 2012 y 2025, mientras la población de 0 a 15 años se mantiene cerca de los 7 millones, la de 16 a 39 años, simplemente, colapsa, perdiendo casi 4 millones de individuos (un -26% de los 15 millones existentes en 2012). Esta reducción se compensa con el aumento en los individuos de 40 a 64 años (1 millón) y, en especial, con la ganancia de los mayores de 64 años (unos 2 millones). En suma, entre 2012 y 2025 se producirá una caída de población total cercana al millón y, al mismo tiempo, un drástico cambio en su distribución: los de 16 a 39 años habrá perdido posiciones (desde el 33% al 25%) y los de 40 a 64 y de 65 y más años las habrán ganado (del 34% al 37,5% y del 17,4% al 22,6%, respectivamente). A partir de 2025, y hasta 2052, el INE espera una acentuación y extensión a edades cada vez mayores de estas negativas tendencias.
En suma, entre 2012 y 2052, la población de 0 a 15 años habrá perdido un -26% de los efectivos de 2012 (unos -2 millones), la de 16 a 39 un -37% (-5,6 millones), la de 40 a 64 años un -28% (-4,3 millones) y, finalmente, los mayores de 64 años habrían ganado un impresionante 89%, pasando de los 8 a los 15,2 millones. Y, en conjunto, España tendrá sólo 41,5 millones, 4,6 millones menos que en 2012 (un -10%).
Estos dramáticos cambios implicarían que, de no mediar alteraciones radicales en tasas de natalidad, esperanza de vida o en las esperadas corrientes inmigratorias, la distribución por edades de la población se habrá alterado substancialmente. Y presentará caídas generalizadas hasta los 64 años (desde el 16% al 13% del total para la cohorte de 0 a 15 años, del 33% al 23% para la de 16 a 39 años y del 34% al 27% para la de 40 a 64 años), y fuertes avances para los de 64 y más años, que de aportar el 17,4% de la población en 2012 pasarían a significar un insostenible 36,6% en 2052.
Se argumentará que los aumentos en la actividad deberían permitir hacer frente, siquiera sea parcialmente, a este deterioro. Difícil. La población potencialmente activa (de 16 a 64 años) caerá desde los 30,7 millones de 2012 a los 27,8 de 2025, los 23,6 millones de 2040 y los 20,8 millones de 2052. En este último año, e incluso con una tasa de actividad del 100%, no sería posible alcanzar el volumen actual de activos, que superan los 23 millones.
Somos un país cuya población envejece de forma inexorable. Hemos tenido durante treinta años una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. Y este ciego comportamiento se paga. Frente al precipicio demográfico que afrontamos, no existe una única solución. Habrá que aumentar la tasa de actividad femenina, incrementar la productividad de los ocupados, fomentar la natalidad y echar mano de nuevo de la inmigración. Pero es difícil imaginar que todos estos cambios, incluso en escenarios muy positivos, pudieran sostener el actual sistema. Además, dado que están fuera del alcance de las decisiones políticas y pueden o no tener lugar, la única medida segura será la reducción de las pensiones, bien mediante el expediente del aumento en la edad de jubilación y/o cambios en su cómputo. El valor de este recorte dependerá de la evolución de aquellas otras variables, pero es inevitable. En este páramo demográfico en el que nos hemos situado, ¿qué otra alternativa queda?
Josep Oliver